“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”
No se puede leer mucho más. La hoja del libro ha sido consumida por las llamas y está casi totalmente ennegrecida, pero conserva aún una última isla de letras. Tengo las palmas orientadas hacia el fuego que, lejos de ser alentador y hogareño, expulsa un humo amargo y negruzco, acusando su sacrílego combustible. Tras unos segundos de duda, meto rápidamente las manos en la hoguera, y saco de mi débil fuego ése último fragmento de papel, que alejo de las ansiosas flamas. Ya no me quemo al realizar la operación, gracias a la práctica repetitiva, además de las llagas. Como en un ritual solemne, me llevo las dos líneas supervivientes a mi escritorio.
La sala que habito está amueblada por un catre, una destartalada mesa y una silla recomida por la carcoma. Hay una puerta más bien humilde, pasaje a una calle sucia y una ventana desportillada por la que se ve el cielo nocturno, brillante en su agonía antes de amanecer. La ventana está abierta y por ella escapa el humo de la fogata improvisada que tiene debajo. Entra un aire gélido que no da respiro al fuego, que se retuerce mientras se resiste a sucumbir, mientras consume su combustible: libros. Los libros atestan la estancia, plagan las esquinas y me observan asalvajados, ocultos recónditos bajo mi cama. Sus páginas fugadas revolotean como polillas impulsadas por el viento y se agrupan en desmadejados montones rodeando el escritorio. Y alimentan al fuego.
Sobre el escritorio todavía impera el orden. Marciales, decenas de trozos de papel han sido ordenados metódicamente, parecen batallones listos para el combate, o piezas de un puzle contrahechas que no encajan entre sí, ya que todos los trozos son desiguales y están calcinados por los bordes. Además, todos están renegridos, como aquellos soldados que salen de las trincheras en el frente y todavía tienen la cara tiznada por la pólvora de los cañonazos. Exactamente así era el trozo casi humeante que sostenía entre mis dedos.
Yo quise ser escritor y tallar mis propias palabras. Quise ser el alquimista que convertía hilos de tinta en prístinos versos de oro. Escapé de un campo adusto y rústico hacia una ciudad bulliciosa y brillante. La ciudad me atrajo como a un Ícaro cualquiera, y fui a su encuentro como esas polillas que acaban carbonizadas. Alcancé el éxito vano de la novedad en los círculos intelectuales con la misma facilidad que se derritieron mis palabras de cera y me precipité al abismo de los escritores desafortunados. Mi editor dejó de mantenerme, cansado de mi fracaso crónico. Entonces dejé de vivir para empezar subsistir. Cuando tuve que escoger entre pan y tinta, elegí la opción que me mantenía vivo. Me nutrí de sílabas igual que el pobre fuego que bailoteaba al borde de la extinción, escribiendo febrilmente, abrasando cada palabra.
El manto níveo del invierno me cubrió de escasez, no tuve ni para adquirir alguna piedra de carbón. La tinta se empastó en el mismo frasco, y yo no se podía escribir por los espasmos de las tiritonas; apenado empecé a quemar libros. Pero, ¿qué libros quemar? Preferiría arder yo mismo a quemar mi obra. Comencé con diccionarios, luego fueron obras extranjeras, para disgusto de Dante, Baudelaire y Poe. Por último prendieron los clásicos españoles. El espíritu pirómano se instaló hondo en mis pupilas, que se maravillaban siguiendo la danza de las llamas. El atavismo destructor me invadió y ardieron libros como el magma que emanaba furiosamente de mi pluma, marcando al papel con la quemadura del desespero. Tras mi fogoso éxtasis rescataba las palabras que como un fénix esperaban renacer de las cenizas residuales. Recogía las palabras en su nido aún cálido, y las llevaba a mi escritorio. Allí hermanaba líneas de diferentes padres, de variopintas obras y todas hijas prodigio de un algún genio creador. Surgió el más perfecto cadáver exquisito de la chispa de la locura y la devoción hacia las palabras. Un fénix exquisito.
Esta noche he consumido el último sorbo de tinta; el último libro, el Quijote cervantino, ya es solo rescoldos. Un torbellino gélido arranca de su escondrijo todos mis manuscritos y se lleva mi obra fútil. Entonces comprendo que no soy un alquimista o un escultor, sino el arquitecto que construyó pasajes entre siglos, el sastre que hiló palabras de distintas bocas. El rocío reblandece y emborrona mis legajos tirados en la calle, el fuego al fin se rinde a su ocaso y el vendaval se escapa con mi alma. Amanece.