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jueves, 9 de mayo de 2013

Quijote.

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”


No se puede leer mucho más. La hoja del libro ha sido consumida por las llamas y está casi totalmente ennegrecida, pero conserva aún una última isla de letras. Tengo las palmas orientadas hacia el fuego que, lejos de ser alentador y hogareño, expulsa un humo amargo y negruzco, acusando su sacrílego combustible. Tras unos segundos de duda, meto rápidamente las manos en la hoguera, y saco de mi débil fuego ése último fragmento de papel, que alejo de las ansiosas flamas. Ya no me quemo al realizar la operación, gracias a la práctica repetitiva, además de las llagas. Como en un ritual solemne, me llevo las dos líneas supervivientes a mi escritorio.


La sala que habito está amueblada por un catre, una destartalada mesa y una silla recomida por la carcoma. Hay una puerta más bien humilde, pasaje a una calle sucia y una ventana desportillada por la que se ve el cielo nocturno, brillante en su agonía antes de amanecer. La ventana está abierta y por ella escapa el humo de la fogata improvisada que tiene debajo. Entra un aire gélido que no da respiro al fuego, que se retuerce mientras se resiste a sucumbir, mientras consume su combustible: libros. Los libros atestan la estancia, plagan las esquinas y me observan asalvajados, ocultos recónditos bajo mi cama. Sus páginas fugadas revolotean como polillas impulsadas por el viento y se agrupan en desmadejados montones rodeando el escritorio. Y alimentan al fuego.


Sobre el escritorio todavía impera el orden. Marciales, decenas de trozos de papel han sido ordenados metódicamente, parecen batallones listos para el combate, o piezas de un puzle contrahechas que no encajan entre sí, ya que todos los trozos son desiguales y están calcinados por los bordes. Además, todos están renegridos, como aquellos soldados que salen de las trincheras en el frente y todavía tienen la cara tiznada por la pólvora de los cañonazos. Exactamente así era el trozo casi humeante que sostenía entre mis dedos.


Yo quise ser escritor y tallar mis propias palabras. Quise ser el alquimista que convertía hilos de tinta en prístinos versos de oro. Escapé de un campo adusto y rústico hacia una ciudad bulliciosa y brillante. La ciudad me atrajo como a un Ícaro cualquiera, y fui a su encuentro como esas polillas que acaban carbonizadas. Alcancé el éxito vano de la novedad en los círculos intelectuales con la misma facilidad que se derritieron mis palabras de cera y me precipité al abismo de los escritores desafortunados. Mi editor dejó de mantenerme, cansado de mi fracaso crónico. Entonces dejé de vivir para empezar subsistir. Cuando tuve que escoger entre pan y tinta, elegí la opción que me mantenía vivo. Me nutrí de sílabas igual que el pobre fuego que bailoteaba al borde de la extinción, escribiendo febrilmente, abrasando cada palabra.


El manto níveo del invierno me cubrió de escasez, no tuve ni para adquirir alguna piedra de carbón. La tinta se empastó en el mismo frasco, y yo no se podía escribir por los espasmos de las tiritonas; apenado empecé a quemar libros. Pero, ¿qué libros quemar? Preferiría arder yo mismo a quemar mi obra. Comencé con diccionarios, luego fueron obras extranjeras, para disgusto de Dante, Baudelaire y Poe. Por último prendieron los clásicos españoles. El espíritu pirómano se instaló hondo en mis pupilas, que se maravillaban siguiendo la danza de las llamas. El atavismo destructor me invadió y ardieron libros como el magma que emanaba furiosamente de mi pluma, marcando al papel con la quemadura del desespero. Tras mi fogoso éxtasis rescataba las palabras que como un fénix esperaban renacer de las cenizas residuales. Recogía las palabras en su nido aún cálido, y las llevaba a mi escritorio. Allí hermanaba líneas de diferentes padres, de variopintas obras y todas hijas prodigio de un algún genio creador. Surgió el más perfecto cadáver exquisito de la chispa de la locura y la devoción hacia las palabras. Un fénix exquisito.


Esta noche he consumido el último sorbo de tinta; el último libro, el Quijote cervantino, ya es solo rescoldos. Un torbellino gélido arranca de su escondrijo todos mis manuscritos y se lleva mi obra fútil. Entonces comprendo que no soy un alquimista o un escultor, sino el arquitecto que construyó pasajes entre siglos, el sastre que hiló palabras de distintas bocas. El rocío reblandece y emborrona mis legajos tirados en la calle, el fuego al fin se rinde a su ocaso y el vendaval se escapa con mi alma. Amanece.

Rapto alcohólico.

Adoré el placentero hormigueo de vaciar mi vejiga frente a la farola apedreada de una calle perdida en las afueras. Con infinito cuidado de borracho, conseguí subirme la cremallera cuidando de no pillar mi virilidad entre los dientes metálicos. Con todo el aplomo que pude, conseguí atarme el cinturón (pasando el diente ojal por ojal) e hice un amago de restablecer mi maltrecha dignidad sacando pecho y adoptando un curioso rictus de tipo duro, que quedó en una mueca con las cejas arqueadas. Antes de dar un paso pisé la botella y caí de largo.


Fallídamente intenté ponerme de pie, aunque mis piernas no encontraban la fuerza y tampoco tenía claro dónde estábamos el suelo y yo. Después del traspié de la botella no quería más encontronazos con la gravedad, así que abracé al suelo. “Tampoco me quiere devolver el abrazo”, pensé antes de caer dormido entre los vapores de alcohol.


Horas y un par de cafés más tarde, solo servidos tras enseñar el dinero, estaba viajando en el metro de camino a casa. Frente a mí estaba un chaval que me recordó a mí mismo hace no tanto tiempo. Su mirada era acusadora y moraleja, con aire desaprobatorio, casi con repugnancia, con la superioridad de la juventud sin estrenar, pero desviando la mirada al mínimo contacto visual. Es curioso, aquel chaval estaría pensando que el pringao (yo) habría acabado así por su propia culpa, “Esos pordioseros no tienen ninguna vergüenza, así va el país” y un larguísimo etcétera. El chaval se bajó en su parada, tras dedicarme una furtiva y última mirada de soslayo.


Mi barrio era un barrio obrero, no como el otro barrio de las afueras, que era punto de encuentro de yonkis y almas en pena que salían de discotecas en busca de más opiáceas experiencias. No era un barrio fantasma con edificios enclaustrados con tablas y parques regados con hipodérmicas, todavía. Era un barrio de gente con las manos rojas y curtidas de trabajar, que se ponía sus mejores trajes los domingos. Años atrás había sido un barrio de clases medias, pero aquellos hacía mucho que habían marchado al centro. Lo llamaron progreso, pero otros ocuparon su sitio en las fábricas y en las casas pobres.


Mi portal era la antesala de un descansillo húmedo y oscuro, iluminado a duras penas por un bombillo pelado. Preferí subir hasta mi planta a pie, Dios sabía cuando habían hecho por última vez una revisión al ascensor. Mi piso me esperaba casi con sorna. Era lo único que pude permitirme, lo compré casi a los días del desahucio de sus anteriores dueños. Yo había tirado todos los muebles y adornos que habían dejado tras de sí, a excepción de una cama, una silla y una mesa. En las paredes, hoy sucias que en su día fueron blancas, había manchas de humedad y ventanitas dónde habían estado colgados los cuadros. Era una casa, que como casi todo, me era ajena. Casi notaba su mirada acusadora, como la del chaval del metro. Notaba su hostilidad, había tirado los muebles y con ellos los recuerdos de sus legítimos dueños. Sin darme una ducha me voy a dormir, o más bien caigo rendido.


Me levanto terriblemente sediento. Flotando como sonámbulo llego hasta la cocina, minúscula y vacía. Al abrir la despensa escucho los indignados chillidos de los ratones y una botella vacía de whisky, que me llama. Queda un trago, lo absorbo con fruición. Decido tomarme un baño más o menos reparador. El único lujo de esta casa es la bañera que bien debió costar varios sueldos al patriarca, de manufactura italiana y con elegantes grifos cromados. Puede que la haya robado en alguna obra de la parte rica de la ciudad, elucubro mientras el vapor empieza a inundar el cuarto y el espejo empieza a empañarse. Desnudo me veo frente al espejo, borroso, delgado, ojeroso y con una extrema mirada de melancolía entre facciones asalvajadas por una barba mal recortada. Me defino anónimo mientras entro en la bañera. El agua sale a presión desde la alcachofa casi hirviendo, abrasando mi piel y enrojeciéndola. La sensación se me hace placentera y bajo la cabeza para recibir el chorro en la nuca.


Ardo, hiervo. Me concentro en arder, en cada gota que incendia mi piel. Estoy absorto en la en el éxtasis sináptico del choque de cada gota que me achicharra. Estoy en comunión con el fuego que lame mi desnuda piel a la vez que la sonroja. Abrúptamente cierro el grifo cromado. El eco del agua dura un instante y su fantasma recorre las habitaciones yermas de la casa. Después se va.


Salgo con la piel arrugada y resentida, emborronado por la bruma. No encuentro mi salida entre el vapor, el espejo está más mudo que nunca. Y no consigo la puerta.


En mi afán de sentir recurrí al alcohol, al agua hirviendo, pero solo he conseguido anestesiarme, calcinar cada terminación nerviosa y ahogar cada emoción. Pero al fin estoy inervado hasta la mismísima médula.

Veneno anfibio.

Era una rana de vivos colores. Amarillos, verdes, azules. Jazmín la había comprado en un pequeño mercado de las afueras. La vendedora, arrugada como sus sapos, al notar el interés de Jazmín le advirtió que era un espécimen traído de una inhóspita selva virgen. Sus llamativos colores indicaban el veneno que portaba, incluso los nativos del lugar la usaban como ponzoña para cazar a sus presas, o para matar humanos. Maravillada por el relato de la vieja, Jazmín compró la rana, que se llevó en una pequeña cajita de cristal para no correr peligro. A la ranita le compró un gran acuario encontrado en un polvoriento anticuario de la ciudad. Lo fue "amueblando" para que su anfibia amiga viviera cómodamente, e instaló una pequeña fuente dentro para que pudiera darse algún chapuzón. Le compraba periódicamente moscas, grillos y escarabajos. A Jazmín le fascinaban aquellos colores estridentes, aquel ser húmedo y colorido que chapoteaba alegremente. Se moría de ganas por experimentar la textura de la rana, pasar el dedo por su brillante lomo y comprobar que no estaba pintada y no se mancharía con la amalgama de la fina piel, pero la vendedora le había dejado claro que no podía tocarla ni con guantes, pues al quitárselos se expondría a una ínfima y letal cantidad del veneno. Tocar a la rana sin protección significaría una corta pero aguda agonía.


Día tras día Jazmín seguía con la mirada los saltos de su batracia, mientras su curiosidad y ansiedad aumentaban. Un día abrió la tapa de la pecera. La rana se quedó quieta, expectante, le miraba fijamente y parecía brillar más que nunca. Jazmín extendió lentamente su mano vulnerable y expuesta mientras la rana le dedicaba la mirada más trascendental que te puede dedicar una rana. Se inclinaba sobre el acuario para poder acercarse más, estaba de puntillas para poder llegar al extremo donde esperaba la rana. Justo cuando iba a tocarla, la rana croó por primera vez. Fue un sonido agudo, hasta melodioso, pero sobresaltó tanto a Jazmín que terminó por perder el equilibrio y volcó la pecera, que cayó pesadamente y se partió en incontables añicos, desperdigándose tierra, plantas, piedras y agua verdosa. Y la rana. Jazmín vio a cámara lenta como la rana saltaba por los aires, pero perdió su trayectoria. Tirada en el suelo, semiinconsciente, a Jazmín solo le preocupaba el paradero de la rana. Escuchó otra vez su croar, esta vez con un eco sobrenatural, salvaje, primitivo. Y cercano. Horrorizada, Jazmín comprobó que la rana estaba en su regazo. Se miraron con pesar. Parecía tatuada en su piel. Parecía hecha de témpera acuosa aglutinada en su pequeño ser, creando claroscuros. Por momentos era transparente, pero rápidamente se hacía más densa, insondable. La rana refulgía color, y la visión de Jazmín se apagaba. Sentía como perdía la cabeza, pero utilizó el resto de su voluntad para extender su mano hacia la rana, que acarició con infinito cuidado. Pesadamente giró su mano para ver si se había manchado. Antes de caer en un sueño profundo vio como los colores de la rana goteaban por su dedo.


Jazmín se salvó gracias a un vecino alarmado por el estruendo de la pecera. La policía la llevó al hospital. Tras analizar a la rana que esperaba plácida junto a ella, encontraron un antídoto, y Jazmín consiguió recuperarse, pero le obligaron a administrarle a la rana parte del mismo antiveneno que ella había probado.


La rana seguía saltando alegremente en su nuevo acuario, e incluso Jazmín podía tocarla o jugar con ella, pero ya no era lo mismo. Con la rana ahora inocua, Jazmín descubrió que el verdadero atractivo de la rana era su peligrosidad, y el deseo irrealizable de tocarla y palpar su fresca piel. Ahora no era más que una rana vulgar y corriente. Un día dejó de darle el antídoto. Entonces la sombra oscura de su piel, recuerdo del veneno recobró su antiguo –y fantástico- color.